Pez en una bolsa de agua
No sabía cuán lejos estaba de alcanzarme. Seguía corriendo tan fuerte como la presión de mi cuádriceps sobre la ingle y la vejiga me lo permitía. Doblé en la esquina de Gascón, ahí donde se cruza con Soler y hay como seis esquinas, a ver si de esa manera lograba confundirlo. Por unos segundos creí perderlo, pero seguía escuchando la rompiente de la ola y al río cuando se aleja de la orilla.
Inmerso en esa vorágine, me sentía como un pez que se bambolea en el agua de una bolsa, tan frágil por su transparencia como invencible por su calidad. Podía palpar las yemas de los dedos arrugadas de tanto nadar siempre en el mismo sitio, dando patadas para sobrevivir y abrazando las piedras para no irme con el remolino.
Agarré Salguero para el Bajo corriendo por la calle, confiando en que los autos entorpecerían la marcha del perseguidor. A esa altura, las dificultades para mantener el trote ya eran cada vez más evidentes: apenas podía levantar las rodillas en ángulo recto con mi cuerpo.
Detrás, seguí percibiendo el galope de un río embravecido surcando el asfalto como un alud, indicando la urgencia de lo que busca su cauce para salir, sin importar la desembocadura.
Detrás, seguí percibiendo el galope de un río embravecido surcando el asfalto como un alud, indicando la urgencia de lo que busca su cauce para salir, sin importar la desembocadura.
Me invadía la sensación aquella -del recuerdo aquél- que creemos haber vivido ayer, pero que sabemos anterior. Flotar en la panza de mi madre, donde todo era tranquilidad y sólo importaba esperar lo inevitable, salir por donde había entrado y ver la luz por primera vez.
También avanzaban sobre mí las imágenes de la tersura de bebé, el rosa de la piel, el óleo calcáreo y los pañales, contenedores de todo aquello que no queremos hacer pero que sostienen lo más primitivo.
También avanzaban sobre mí las imágenes de la tersura de bebé, el rosa de la piel, el óleo calcáreo y los pañales, contenedores de todo aquello que no queremos hacer pero que sostienen lo más primitivo.
Fijé la vista en la Avenida Santa Fe y hacia allí emprendieron mis últimas energías, signadas por el dolor que se agudizaba en la ingle. Luego vino Las Heras y Libertador. Llegué a Figueroa Alcorta dilapidando el resto físico, pasé por abajo del puente de Salguero y tras la pista de Aeroparque se veía, por fin, el mismo río que me perseguía.
Me explotaba la vejiga. Esperaba ser detonada por alguna baldosa mal pisada o una respiración demasiado profunda. El aliento que exhalaba combinaba en perfecta sintonía con la puntada de dolor, que hacía el trote insostenible.
Comencé a caminar. Peor. El tiempo transcurría más lento al caminar, el río adelante quedaba más lejos y en la espalda me acechaba el temblor sin ruido de lo que fue arrasado, como cuando se contempla una avalancha en la montaña desde kilómetros de distancia.
Llegué a la Costanera, me subí a la empalizada y miré para abajo. Era todo orilla, el río estaba en retirada: el viento era de tierra, del Oeste, de atrás.
No era la primera vez que algún yo -el de la panza de mi madre, el del jardín, o el del colegio primario- estaba en esa encrucijada. Ahora era el de la adolescencia el que veía con desesperación que le corran la vida más allá, aturdido por el dolor encerrado en el cuerpo y perseguido por los escombros del pasado arrastrados a mares.
No era la primera vez que algún yo -el de la panza de mi madre, el del jardín, o el del colegio primario- estaba en esa encrucijada. Ahora era el de la adolescencia el que veía con desesperación que le corran la vida más allá, aturdido por el dolor encerrado en el cuerpo y perseguido por los escombros del pasado arrastrados a mares.
Giré la cabeza y miré para atrás. La otra orilla, que seguía con su carrera, estaba cada vez más cerca, bajando hacia mí a toda velocidad.
Sobresalían del agua una casa, tal vez donde nací. El tobogán de una plaza, quizás donde crecí. Un crayón y un papel, con los que seguro aprendí. Una pelota de fútbol y un disco de Wilco, donde también me refugié.
Sobresalían del agua una casa, tal vez donde nací. El tobogán de una plaza, quizás donde crecí. Un crayón y un papel, con los que seguro aprendí. Una pelota de fútbol y un disco de Wilco, donde también me refugié.
Venían todos.
El abrazo a distancia, que nunca extrañé. El silencio de noche, los fantasmas en la cama. El adiós de mi hermana, que después comprendí. La quejumbre deportiva, que después me echaría.
Lo que vino después fueron aguijonazos por doquier, perforaciones liberadoras que iban formando un colador. Mientras los pinchazos me mataban un poco, también empezaba a darme más aire. Cada vez más puntas hicieron cada vez más agujeros hasta romper el plástico y dejarme libre.
La sensación no fue la de caer al río ni la de la firmeza de las baldosones de la Costanera. Era la de flotar agarrado a recuerdos, los mejores, que con viento a favor se dejaban llevar hacia adelante, sin importar dónde eso quedara.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario