Desde acá
Debe haber
empezado el verano. O quizás la corriente del niño trajo una primavera muy
calurosa, porque las estalactitas comenzaron a gotear. Puedo oír las gotas. No
las puedo ver, pero imagino algunas diminutas porciones de agua caer en un
vuelo constante, otras en una ruta agrietada desparramándose entre las paredes.
El musgo
tiene esa consistencia esponjosa y asquerosa a la vez, imagino toda la superficie sucia, verde,
llena de líquenes como los de algún manual de escuela. En esos manuales también
hablaban de pinturas rupestres, pero no logro palpar con mis dedos sobre la
roca húmeda ningún jeroglífico, ninguna señal de otro que, como yo, hubiera
estado acá.
Mi conexión
con el exterior está dada por el ruido de los árboles al crujir, el temblor
provocado por las pisadas de algún animal de buen porte y el repiqueteo
insistente de una lluvia pasajera. Desde que estoy acá, comencé a imaginarme
historias entre estos tres actores. Aunque a veces con la irrupción de mi fantasía,
siempre se desarrollaban en el marco de una lógica preciosa, atando hasta el
último peldaño suelto y dándole al relato un cierre sin fisuras.
La
primera semana me imaginé un elefante corriendo tras la única nube de agua, que
era alentada por los vientos de los árboles a avanzar cada vez más rápido. Al
mes, podía ver como un oso volteaba un roble en su afán de conseguir miel,
quedaba atrapado y vivió hasta morir alimentándose de hojas y usando éstas como
canaletas después de la lluvia. Más adelante en el tiempo, sentí como el
inconfundible ruido de las motosierras era seguido por el temblor de los
árboles al caer. Nunca volví a escuchar animales, nunca más a la lluvia.
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