30 de octubre de 2011

Animal


Animal

Me gusta creer que las piedras en la superficie del agua son hipopótamos sumergidos, pero nunca te creí esos besos de corazón empedrado.
Me acuerdo bien el día que me obligaste a matar ese monstruo que te hice —que te soñé un jueves oscuro de luna llena en la que salen lobos vestidos de cordero—, que crecía a ritmo de pesadillas convirtiéndose en la sombra que no me dejaba ver nada de lo que soy.

Me acuerdo que era incesante el galope, que me trituraba la sangre por salir y el pecho se volvía redoblante de suspenso por entrar y verte inmensa, hermosa con tu cola de pavo real y con la torpeza grotesca de un elefante.
Recuerdo, también, que la noche se hizo víspera de mi cumpleaños para unirse a la fiesta, para ser tu cómplice y mi testigo.
Afuera, a mi lado, miraban los árboles desnudos de junio, indefensos de una sudestada invernal que provoca los vaivenes de los troncos que asoman y me alcanzan sus manos a la madrugada.
Te escuchaba aullar los alaridos más gatunos, un concierto de gemidos siguiendo un ritmo como siempre. Ah, ah, ahhh; ah, ah, ahhh. Ay, sí, así, así, así; ay, sí, así, así, así. Me alegró saber que eras tan predecible con todos como conmigo.
Penetraba en mi nariz el olor a hembra en celo, el del conejo hervido vivo,  el de la piel rozada quemada.
Tu jadeo de hiena hambrienta era la señal. Es el momento de tu ceremonia en el que jugás a la insaciable pero sólo querés irte a dormir a tu casa. Siempre supe que tu pereza conspiraba contra tus empalagosas ansias de dejar a todos pegados al panal amargo que hay entre tus piernas chuecas.

Como siempre, otra vez, afuera y en todos lados te esperaba yo, agazapado pero sin fuerzas, furioso pero abatido. Las lechuzas giraban su cuello para alumbrar la pasarela que nos unía y para proyectar mi sombra más bravía, más grandiosa, con el perfil que mostrara los cuernos más filosos. 


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