12 de agosto de 2011

De pequeño


El olor de las tostadas de pan de Vivace no dejaba que me concentre en las palabras que leía mi papá.
La habitación era blanca, con la cama en el rincón derecho mirando de frente a la puerta.
Las tostadas se tostaban hasta tener la dureza justa para que al untar la manteca no se agujereara.
La cama tiene una colcha de esas que están hechas de muchos cuadrados tejidos unidos entre sí.
Además de la manteca, arriba de la tostada venía un dulce rojo con pedazos grandes de algo.
Yo me tiraba en la cama y mi papá me leía sentado en una silla de madera oscura, como de algarrobo, pero con el asiento de mimbre.
Con las tostadas venía un Nesquik que se preparaba así: primero el polvito, después el azúcar, después un poco de leche para revolver y hacer una pastita y después más leche hasta arriba de todo.
Mientras mi papá leía las historias yo fijaba la vista en algún lugar blanco y me imaginaba un lobo feroz soplando una casita de paja y adobe.
Después de terminar la leche, me limpiaba los bigotes. Y después de terminar la leche y limpiarme los bigotes, con una cuchara chiquita de metal me comía la pastita que había quedado en el fondo del vaso rojo de una promoción de Coca Cola.
También esperaba que mi papá mintiera y cambiara la historia, porque siempre lo hacía para comprobar que yo estaba atento. Y yo siempre estaba atento.
Las tostadas no se podían repetir porque sino a la hora de la cena no iba a tener hambre y mi mamá ponía cara de traste.
Mi papá no decía “y colorín colorado…” porque sabía que yo lo miraba con cara de “otra vez, papá”, pero entonces había un acuerdo entre los dos que cuando terminaba el cuento nos mirábamos y nos reíamos.

Jajajajajaja!


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