28 de abril de 2006

Memoría

Para los olvidadizos, despistados y hasta los irresponsables, la agenda es un invento mágico. Los calendarios de computadoras, laptops, palms y los papelitos tipo post it aparecieron como verdaderos salvavidas y, por qué no, salvamatrimonios para todos aquellos que no son capaces de recordar siquiera el cumpleaños de su festejante.
Pero hete aquí la falla de, primero, la naturaleza humana y, luego, de la ciencia cotidiana que para los memoriosos y para los que grabamos hasta el mínimo detalle de lo que sucede en derredor todavía no hay ningún invento certificado que permita borrar, eliminar o archivar todas aquellos recuerdos que ocupan lugar en vano o, simplemente, llenan con dolor un espacio que podría ser habitado por experiencias más positivas que las existentes.
Por lo tanto y hasta un próximo aviso esperanzador de la ciencia o la psicología, el pretencioso término "buena memoria" carece de fundamentos suficientes como para seguir llamándose de tal manera, dada la excesiva carga y connotación de dicho adjetivo calificativo que recibe nuestra capacidad de registro.

17 de abril de 2006

Puto el que lee

Che, alguien que les avise a los que hicieron los afiches de vía pública de la nueva edición de La Feria del Libro que no estaría mal poner la fecha de incio además de la de su finalización.

10 de abril de 2006

La salida


Curar esta herida es como intentar cerrar una puerta que nunca se abrió. Porque lo único que me abriste vos fue la hendija de una ventana, un agujero en la pared. Sí, para que pase, pero sin que nadie se dé cuenta.
Entonces yo empecé a escarbar. Escarbaba y ponía maderitas para sostener el agujero, para que no se cayeran el techo y para que no se moviera el piso de algo que iba siendo más grande e insostenible. Escarbaba parejo, con detalle. Ciego, sin mirar a los costados, ni adentro mío.
Vos me dejabas obrar con condiciones. Me pedías que no hiciera mucho ruido y que me llevara todas las herramientas, sin dejar rastro ni huellas de presencia. Entonces, ¿para qué me dejabas? Primero me dejaste entrar, pero como un mendigo. Después me dabas libertad para hacerme un lugar, pero como un esclavo. ¿Para qué?

Yo no quería ver para qué. Lo único que quería era hacer ése agujero más y más amplio así podían entrar conmigo todas las ilusiones, las buenas intenciones, pero también las fantasías y los fantasmas. Le daba para adelante como el caballo de un mateo con antiojeras, que no puede ver a los costados para evitar sucumbir ante la realidad periférica.
Con más simpatía que confianza, vos contemplabas cómo de a poco iba ganando un lugar cada vez más grande y cada vez más adentro.

Yo no te veía nunca, pero cuando vos, aburrida, mirabas para el agujero, salía de la madriguera esperando una palabra con olor a mimo, una mirada color del sol o una carcajada empalagosa. Sin importar si algo de eso sucedía, yo estaba siempre dispuesto para hacer las delicias del parásito que se alimenta de la sangre del dueño de casa.
Pero yo no era un parásito. No me alimentaba de tu sangre. No bebía más que tus eternos lamentos por la vida que te tocó a cambio de creer que mi importancia dentro de tu habitáculo iba creciendo sin cesar.
Pero no. Yo no era un parásito.
Sí. Lo que buscaba era vida, pero eso no me convertía en vividor. Quería vida a imagen tuya, algún efecto refractario que me nutriera de toda esa belleza y vitalidad muerta que emana tu cuerpo. De vez en cuando mirabas hacia abajo para darme el gusto y ahí se armaba una cadena: yo me sentía pleno, rebosante y me daba fuerzas para cavar más profundo y espacioso.
Pero, ¿para qué me dejabas? No manches mucho, me decías. No hagas ruido. Pero yo necesitaba manchar cada vez más. Pintar más allá del interior de la canaleta en la que estaba. Abarcar más que con un pincel. También necesitaba hacer ruido, porque golpeando los azulejos con los nudillos ya no volteaba paredes, sólo me seguía lastimando. Necesitaba gritar y que me escucharas, pero ni siquiera me callabas; ponías en juego toda esa indiferencia que es producto de tu falta de voluntad para ser histérica y terminabas por asfixiarme hasta retraerme a la salida del túnel, cuando lograba encontrarla y no me perdía en los vericuetos internos que se habían ido formando con el correr de los meses.

Salía de la oscuridad del túnel por días, quizás semanas. Pero la luz del sol no hacía más que enceguecerme y la libertad del campo abierto me ponía en jaque: tenía que hacerme cargo de mí sin vos como un hombre de fe defraudado por su deidad. Era ahí cuando el camino se me mostraba más fácil y agachaba la cabeza para entrar nuevamente por el agujero.
Sabías que iba a volver. No me gozabas, pero te regocijaba saberlo y comprobarlo.
Y de nuevo lo mismo. Gracias por venir, pero no hagas barullo. No, gracias a vos por dejarme volver. Ya me limpié los zapatos antes de entrar, no hay rastros.

Una vez. Dos y tres veces más.

Al siguiente regreso llegué exhausto, pero con pancartas y papeles. Vergonzosa pero convincentemente me sentía merecedor de algún derecho, de otras libertades. Sin levantar la mirada pero aferrado a una causa justa reclamaba más atenciones.
Firmaste los papeles y no te pedí más comprobantes que tus acciones para cambiar mi situación.

Fueron pasando los días y veía como ése agujero, ése nexo de entrada que vos me habías dejado construir, iba siendo tapado por maderas y clavos.
No quise ver más. Guardé mis pertenencias y emprendí la vuelta, convencido de haber reclamado justamente, pero desahuciado ya por los magullones de las incesantes idas y venidas.
Durante tres meses ni siquiera te vi salir y pude aceptarme como libre sin tener que cargarlo como una responsabilidad.
Pero ayer me dijeron que no lo cerraste del todo.
Pero hoy te veo con otros y quiero deslizarme hasta donde estás por aquella canaleta.
Y yo no creo en los descuidos ni en las casualidades.
Pero así como hay puertas que nunca se abrieron, también hay heridas que nunca merecen volver a sangrar.

4 de abril de 2006